Elsa Aids

Preparativos para todo

2021 | Fra

 

pp. 22-29

 

Me gustaría que ocurriese algo, pero de todas maneras soy capaz de adaptarme a cualquier perspectiva que surja sobre las cosas. La de hoy es estrecha, atravesada de recuerdos fugaces. Por la mañana fui a comprar al Žabka y con ello terminó mi contacto con el mundo exterior.

La lluvia y la oscuridad empujan denodadamente el día hacia su fin, la noche comienza despacio. Mientras limpio la arena del gato con el recogedor escucho el sonido del televisor en el piso de al lado. El vecino se ha ido de viaje y su fornida novia se ha puesto a ver una serie. Las réplicas de los personajes atraviesan fácilmente la pared delgada de la habitación. Cuando del otro lado hacen el amor se escuchan no solo los golpes de la cama contra la pared sino también las palabras que se dicen uno a otro.

Todavía más delgadas eran las paredes en la buhardilla de la residencia donde, en el estudio de mi futura esposa, me escondí durante un tiempo de mi familia.

Dormía en el edificio destartalado de una antigua fábrica de chocolate. En las oficinas vacías con pequeñas ventanas justo debajo del techo y separadas por finas planchas de chapa, acostado en un colchón tirado en una esquina, podía escuchar los suaves eructos procedentes del cubículo contiguo. En mitad de la noche, con la cabeza vacía y el cenicero en el regazo, me esforzaba por mantenerme inmóvil para evitar cualquier susurro de mi saco de dormir.

Me veo a mí mismo meando con cuidado en una botella de plástico vacía, intentando hacer el menor ruido posible, para que el vecino de al lado no escuche nada. El edificio está a punto de ser demolido y el único baño que todavía funciona se encuentra en la planta baja. No me gusta encontrarme con los otros artistas por los pasillos, y menos con el cepillo de dientes, el papel de váter o los calcetines sucios en la mano. Por eso me lavo a altas horas de la noche, en la ducha de mujeres, de la que fluye un agua casi tibia. Tengo treinta y cinco años y llevo en la mochila, además del cargador, el peine, una cuchara y ropa para unos cuantos días, cada vez más cremas para las afecciones cutáneas.

Las continuas mudanzas y los albergues de emergencia me han enseñado una cosa: las viviendas baratas tienen paredes delgadas. El precio está en relación directa con la calidad del aislamiento.

En la época en la que vivía en las afueras, cada día a las seis menos diez de la mañana escuchaba justo encima de mi cabeza el pitido del microondas seguido de un zumbido que se prolongaba un minuto. El dueño del taller mecánico, a quien le pertenecía la otra mitad de la casa y cuyo negocio se extendía más allá del aparcamiento como un vertedero natural, calentaba el agua para el café instantáneo. La pared entre nuestros apartamentos estaba hecha de ladrillos huecos, con nula capacidad de absorción acústica.

Somnoliento escuchaba el tintineo de la cuchara en la taza del vecino, contaba una a una las vértebras en la espalda de mi mujer y me sentía como una vaca con las ubres ajadas. A cambio, desde el otro lado recibía los sonidos de una vida familiar amorfa, que atravesaban las paredes como si no existiesen.

Además del microondas habían también las noticias matutinas y vespertinas, algunos juramentos y palabras aisladas, toses y, de tanto en tanto, una voz femenina ahogada.

Durante la semana el mecánico al parecer se bastaba solo, pero los fines de semana solía recibir visitas. Estas seguían siempre una misma pauta: primero se preparaba la comida en la cocina, bajo su estricta supervisión; luego pasaban al sofá de la sala de estar desde donde se escuchaban gemidos y jadeos; luego se recogían y lavaban los platos y finalmente salían a dar un paseo por la calle. Podía escuchar a través de la pared la mayor parte de este programa regular. No sonaba demasiado tentador, pero tampoco como algo repulsivo.

Todas estas madres marchitas —probablemente divorciadas y con hijos adultos— hablaban a media voz y nunca se quedaban a pasar la noche. Cuando limpiaba el coche en la zona asfaltada frente al garaje las veía salir con un cubo de ropa húmeda y me sonreían con una sonrisa apacible.

 

Reparamos la valla detrás de la casa.

Llovizna, el barro se nos pega a las botas,

martilleamos los tablones.

 

La hierba lacia se extiende por la tierra como una filigrana

bordea las pilas de neumáticos viejos.

Fumamos y hablamos.

Una mujer es un objeto de consumo, me dice el vecino

así es como yo lo veo.

 

Desde el norte se aproxima una nube de lluvia

empieza a hacer frío.

 

Cuando estamos ya limpiando las herramientas me dice

que mientras viva quiere aprovechar.

Tiene cincuenta años:

en cualquier momento puede morir.

 

“Esto está igual que antes de una guerra”, me dice Květák, bronceado después de unas vacaciones de diez días en Croacia. “Todos están enfrascados en los preparativos, todos quieren defenderse, pero nadie sabe bien cómo”.

En una mano sostiene un vaso con un complejo multivitamínico y en la otra una bolsa de la compra llena a rebosar de latas de conserva y botes de salsa de tomate. Guardo silencio como invitándole a que continúe.

Květák es un alcohólico rehabilitado y con las deudas pagadas. Trabaja en una empresa de transportes en la que gana suficiente como ir a la playa en vacaciones con su familia, en un apartamento que reserva con seis meses de antelación. Está engordando y su vida, en muchos sentidos, carece de interés. Pero es un hombre de opiniones firmes. Cree en la conspiración mundial del 1% y piensa que las tensiones internas en la sociedad en cualquier momento pueden derivar en un conflicto abierto.

Ahora soy más cuidadoso. He concluido una tregua temporal con el entorno. Reservo fuerzas para la nueva etapa de mi vida y al mismo tiempo me escondo en mi casa como en una trinchera. La crisis política me elude. Cuando empezó dormía en una tienda de campaña y limpiaba el moho del suelo. Pero el cuerpo exhausto de mi pequeña patria se me revela de todos modos. Sé, por ejemplo, que a partir de enero subirá el salario mínimo, y también que la señora Jana tuvo que abandonar antes de tiempo Intercambio de Esposas. Sufrió una crisis durante la grabación del último programa y tendrá que ser operada de urgencia. Según TV Prask se trata de un aborto. La policía de Bohemia Occidental ha desmantelado una granja ilegal de chinchillas. Al parecer los roedores vivían en condiciones insalubres: en el lugar se encontraron numerosos cadáveres y muchos otros estaban desnutridos. La compañía se dedicaba al comercio de piensos, se buscan interesados en hacerse cargo de los animales.

Contesto que, si llegase a ocurrir un conflicto abierto, este tendría lugar en un territorio ocupado.

Estamos sentados en la cervecería Pohoda, son las seis en punto. En la barra está sentada una clienta habitual, vendedora en una boutique de moda barata, lleva un moño recogido sobre la coronilla y las uñas pintadas y luce un enorme corpachón con barriga prominente. Está siempre aquí. Delante de ella hay sobre la barra un mechero y un llavero en forma de gran bola peluda.

Debajo del televisor dos rusos conversan en voz baja. Los soldados de Hitler corretean por encima de ellos, un documental sobre la vida en el Tercer Reich. “Incluso las cerdadas más ignominiosas les estaban permitidas a los alemanes, siempre que se ejerciesen sobre polacos”, dice en ese momento el historiador británico.

“Hombre, por supuesto”, se anima Květák y asiente, “solo que según ellos polacos somos todos”.

Vuelvo a casa en metro. En el pasaje subterráneo que da entrada a los torniquetes, frente a un KFC, hay una mendiga rodeada de perros. El suelo está lleno de huesos de pollo. Un par de metros más allá hay un carrito de Eurohotdogs y justo detrás, a la entrada de un centro comercial, un iluminado vocifera con un micrófono conectado a un pequeño altavoz. Grita: “¡He acogido a Dios a mi vida! ¡Desde entonces han empezado a ocurrir las cosas más extrañas!”.

Me siento como un preso al que hubiesen puesto en la calle inesperadamente, lleno de esperanzas abrumadas. Me gustaría deshacerme de todo lo que llevo puesto, comprarme ropa nueva, arrancar las etiquetas y vestirme en el cubículo de los baños públicos del centro comercial.

Me gustaría estar limpio y llevar una vida previsible como esos empleados de edad indefinida que salen a esta hora de sus trabajos en grandes compañías internacionales, recorren distraídos las tiendas de moda y sorben sus granizados de frutas con pajitas de colores.

 

Estoy cachondo como un cerdo.

Se me ha hinchado la entrepierna.

Camino por la ciudad por el metro Flora

me detengo a mirar el escaparate de Sephora

y hablo conmigo mismo.

 

Hablo con voz ronca

sobre la gran calma,

hablo sobre el gran colapso que experimenté

en mí mismo.

 

Me gustaría echar un polvo, pero no es posible.

No importa,

me compraré un kebab y entraré al metro.

 

Me rijo por dos reglas:

uno no debe ni derrumbarse ni endeudarse.

Solo con eso se puede ir tirando.

 


Han pasado varias semanas desde que abandoné a mi familia. Es de mañana. Mi mujer de treinta años yace acurrucada en el edredón como un niño pequeño o un animal en un terrario. Una pesada nube de cansancio circunda su cálido cuerpo y se extiende por todo el apartamento.

En silencio me levanto del sofá cama situado en una de las esquinas de la habitación, guardo las botellas vacías en la mochila y salgo a hacer la compra. Esta vez no voy a ir al Žabka ni a los vietnamitas. Camino por el parque, paso un urinario público y tomo el tranvía hasta la última parada. A cien metros, en una hondonada no muy profunda pero extensa, se encuentra la imponente estructura del supermercado Kaufland.

Han puesto una nueva acera que conduce desde la parada hasta el supermercado. El pasaje subterráneo para peatones conecta directamente con el aparcamiento. La barandilla está hecha de acero inoxidable. Antes el terreno entre la parada y la entrada estaba lleno de zanjas y basuras desperdigadas. Ahora la pendiente está nivelada y preparada para plantar césped. Los vagabundos con grandes bolsas de papel siguen aquí. Se reúnen en torno del único banco que queda.

A un lado del aparcamiento se encuentra un vestíbulo acristalado desde el que ascienden las escaleras mecánicas. Por la mañana está completamente bañado por el sol. Mientras subo hacia la zona en la que están los carros de la compra y las máquinas automáticas de reciclaje de botellas de golpe siento cómo me embarga una felicidad perfecta y egoísta.

Estoy solo. Camino despacio entre los estantes y, como siempre, voy escogiendo los precios más baratos. Pero lo hago muy despacio. A veces vuelvo sobre mis pasos cuando cambio de opinión o encuentro un producto todavía más barato. Junto con algunos ancianos jubilados, formo el grupo denostado de los clientes indecisos. Después de unos instantes de vacilación robo un queso francés. No es grande, cabe perfectamente en el bolsillo: ha sido más fácil de lo que creía. Luego continúo con la compra.

No tengo el aspecto de un ladrón, ni siquiera el de alguien a quien le gusten particularmente los productos lácteos. Sin duda nunca compraría un queso que vale lo mismo que tres edams.

De esta manera gasto pero sin derrochar. Hace mucho que aprendí eso. Cuando todavía iba a hacer la compra con los niños. Se levantaban en el cochecito y agitaban los brazos enfadados, no les gustaban los supermercados grandes. Tenía que darles trozos de pan para que se calmasen. Me refiero al periodo en el que los subsidios sociales habían caído hasta mínimos, y también mis ingresos. Pero los jóvenes aprenden rápido. Al regresar a casa mis vástagos tenían la ropa llena a rebosar de potitos de manzana y llevaban bajo los pies cajas de leche pasteurizada. En el forro del carrito metía espaguetis, sobres de salchichón en rodajas, salchichas de pollo, toallitas húmedas y otros productos planos. ¿Por qué no? Tengo treinta y un años y soy un padre de dos niños pequeños decidido a todo. Mientras mi compañera hace una película sobre la psicosis posparto yo me encargo de traer la comida a casa. En la caja solo pago los pañales desechables, la carne, los cigarrillos y el pan.

¿No es un hermoso recuerdo? Los guardias de seguridad consideraban el interior del carrito como intocable. Eran dos checos promedio que tenían como misión echar a los vagabundos.

En aquella época comíamos mucha carne

a ella se le retrasaban las reglas.

Cuando discutíamos trataba de no gritar.

Sin éxito.

 

Pasaron un par de años.

Intentaba no romper cosas

y evitar la violencia.

A veces me sentaba en el garage

y hablaba conmigo mismo.

 

Finalmente me subí al coche

y me marché.

Los otros se mudaron

un mes después.

 

Se abrió espacio para nuevas maniobras.

 

 

pp. 52-61

 

Me desperté a las once agotado después de un sueño intranquilo. Mi incansable cuidadora y dedicada asistente se había marchado ya al trabajo. Se celebraba un desayuno con artistas en la galería y ella debía ocuparse de los platos. Es día de diario. Tengo trabajo que hacer: corrijo textos de otros desde casa, sobre todo tengo que buscar erratas. No me apetece nada. Me duele la cabeza y me tienta volverme a la cama. Lo bueno es que puedo trabajar acostado.

Me recuesto en la almohada, coloco el ordenador sobre el estómago, paso el dedo por la pantalla táctil y presiono algunos botones. Reviso el correo. Luego me vuelvo de costado, me agarro la polla y me pongo una escena de ocho minutos de una película que ya he visto.

La trama es tan sencilla como mi vida de los últimos meses. La actriz porno estadounidense Baby Angel está de pie frente a una casa prefabricada. Su cabello brilla con todos los colores, especialmente el violeta. Parece que es verano. En ese momento pasa corriendo un atleta en pantalones cortos de deporte y la actriz protagonista del video para adultos, de treinta y seis años de edad, se levanta su camiseta de tirantes elástica, que cubre con dificultad unos pechos gigantescos y anormalmente rígidos. Aparece un tatuaje que recordaba de la vez anterior: A STAR IS BORN. El cachas entonces empieza a magrearle los pezones puntiagudos adornados con piercings, de los que cuelga una cadenita plateada. Luego la lleva de esta cadena hacia el interior, como si llevase un animalito amaestrado hinchado de silicona.

En la habitación la mujer dice: “Cariño, soy solo tuya, siempre lo he sido”. Está sentada al piano, con una mano toca las teclas mientras con la otra le masajea el miembro tumefacto. Se escucha un recital de piano. El sexo largo penetra con suavidad en la boca seductora.

Después de un corte los dos están a punto de llegar al orgasmo. Ella grita: “Yes, yes, yes!”, su vulva abotargada parece una pulpa de pomelo. De repente le brota un chorro de agua de la vagina que rocía el abdomen de su compañero y parte de la cama. Fuera de campo se escucha un murmullo incomprensible. El cachas se pone otra vez a trajinar y al poco aparece otro géiser. Esta vez él toma el líquido en sus palmas, se lo lleva a la boca y luego lo escupe en la cara de su experimentada compañera. Ella mantiene la misma expresión imperturbable, mira de frente a la cámara y por algún motivo esto le confiere una sorprendente hermosura. Su impasibilidad durará hasta el final, cuando él eyacule sobre ella.

Pero todavía no he llegado ahí. En este momento el tipo cubierto de sudor está a cuatro patas, con la cabeza vuelta hacia arriba, intentando atrapar con la boca otro chorro de la vagina de ella. Nací en un país socialista durante la Guerra Fría y todo esto me resulta un poco ajeno. Demasiado espontáneo. Al final hay un charco enorme en el suelo y el colchón también está empapado. Baby Angel se relame los dedos.

Hay algo especial en la manera confiada y desenvuelta en la que ella se mueve. Parece segura de sí misma, un poco excesivamente absorta. Es una estrella indiscutible aunque la industria en la que desarrolla su actividad profesional se encuentra de capa caída. Además empezó tarde, después de los treinta. Como yo. Es hora de levantarse y comer algo.

Mi esposa es una

de tres hermanas rubias.

Cuando se encuentran ríen sin parar mucho tiempo.

Hablan en voz alta

y se ríen.

 

No sé qué decir.

Me quedo de pie en la puerta y me rasco la nuca.

 

Las risas contagiosas y los ocasionales silencios

hacen nacer una sensación de seguridad

con la misma sencillez e inocencia

con la que se hace el amor

o con la que un niño

se queda dormido entre sus juguetes.

 

 

No hablo con hombres muy a menudo. Con ellos es todo demasiado ingenioso, franco, directo. Me cuesta seguir el ritmo. Una conversación es como una prueba o una entrevista de admisión. He perdido todo deseo de pertenencia a una comunidad: paso los días solo y por las noches me entrego a las ceremonias silenciosas de pareja. Entre dos personas cabe mucho silencio. Y mi mujer habla poco después de tomar sus sedantes.

A veces vamos a un tugurio medio vacío y escuchamos el programa vespertino de Radio City. No anoto ninguna de nuestras conversaciones porque la mayor parte del tiempo estamos en silencio. A veces surge alguna idea en mi cabeza y después se desvanece, como un coche que pasase y se perdiese lentamente en la noche.

Otras veces vamos, sin ningún motivo particular, al pub Epizoda, lugar de reunión habitual de jugadores de máquinas tragaperras y jubilados de las cercanías.

Ocupamos una mesa junto a los aseos, con vista lateral del televisor, donde se retransmiten competiciones deportivas. Los saltadores de esquí penden temblorosos en el aire y después de aterrizar la nieve se arremolina a su alrededor. Los resultados en los marcadores se modifican todo el rato con cada salto.

Las paredes están decoradas con adornos baratos hechos de listones de bambú y también hay un dibujo de broma: un guisante sonriente está parado sobre sus patitas sobre una zanahoria asustada y le corta la punta con un cuchillo.

Aquí también suena la radio. Pero esta vez tenemos menos suerte y nos damos de bruces con todo el hit parade nacional. Toda la fealdad del presente se impregna tan fácilmente en los éxitos locales como la suciedad en los bastoncillos para las orejas. Los ídolos envejecidos, que se preparan para participar en un nuevo Concierto por el Futuro, parecen escribir su música para parejas de ratones de laboratorio que después de un inicio prometedor se hubiesen quedado atascados en un atolladero irresoluble y volviesen su pensamiento al pasado en busca de tiempos mejores. Los momentos más emotivos se distinguen por una particular entonación estrangulada en las notas más altas. La impresión que dejan es lastimosa. Después de algo así solo puede quedar el desastre.

Es difícil de decir por qué algo tan insignificante me provoca tanta repugnancia. Quizás sea suficiente con alcanzar un cierto grado de vacío. Una especie de absorción central ante la cual cualquier pequeñez comienza a adquirir dimensiones repulsivas: una rana que se hincha y estalla.

Escucho con vengatividad resentida el boletín de noticias en la mitad del programa de éxitos. La oposición ha presentado una moción de censura contra el gobierno. El gabinete ha resistido pero continúan las protestas en la calle. El líder de la extrema derecha, un sujeto con un defecto congénito en el rostro, habla sobre los valores democráticos, exige la celebración de elecciones anticipadas y pide a la ciudadanía que se manifieste en masa. Su discurso parece una alucinación. La crisis se ha profundidado, en las calles han ocurrido altercados. En una ciudad de provincias, manifestantes que gritaban “¡Fuera el gobierno mafioso!” se han enfrentado con un grupo de algunas decenas de descontentos y miembros de las milicias de autodefensa. En el lugar de los hechos se han contabilizado tres personas con heridas de diversa consideración. Aunque es verdad que en otros países las cosas no están mucho mejor.

Es mayo de 1945: el caracol checo
con su caparazón a la espalda
se propone eliminar la babosa marrón.
Como un luchador experimentado de la resistencia, inmediatamente ocupa el territorio conquistado.

Después de la guerra, la especie victoriosa
evoluciona satisfactoriamente.
No demasiado rápido, pero con éxitos duraderos:
en la fabricación de armas de fuego,
poligrafía
y bellas letras.

Llega la revolución
1989,
el Škoda checo es adquirido por el Volkswagen alemán
y volvemos a alcanzar el liderazgo mundial:
el maletero más grande
en la categoría de coches pequeños.

 

Tengo ganas de ver a Květák. Durante días y días me relaciono solo con mi mujer, mi exmujer y mis dos hijos de seis años. No es extraño que al cabo me sienta un poco aislado.

En la terraza cubierta del bar U Hřiště escojo un lugar bajo el radiador, me siento de espaldas a la pared y escucho el chisporroteo del aceite hirviente en la cocina detrás de la barra. Solo se ven hombres. En la mesa de la esquina opuesta comen unos guardias de seguridad de los edificios de oficinas de la zona. Encima de ellos hay una balda con trofeos deportivos.

Květák llega vestido con una chaqueta de camuflaje. Se le ve animado, estoy seguro de que de inmediato comenzará a hablar por los codos. Y efectivamente, en cuanto encarga un hermelín frito con patatas fritas, me cuenta que ha sido ascendido en el trabajo, ahora es jefe de una de las terminales de carga de la empresa de transportes en la que trabaja. Es un avance, me dice exprimiendo cuidadosamente el sobre de salsa tártara en el plato. Luego con el tenedor enrollla una porción de queso derretido. Me viene a la cabeza un cuajarón de grasa solidificada atrapado en la alcantarilla.

He traído algo para mostrarle. Saco un papel arrugado y lo desdoblo, una de las octavillas de Decadencia, y me dispongo a explicarle de qué se trata.

Pero Květák ya lo ha leído. Sonríe satisfecho como un técnico de reparaciones cuando descubre el motivo de la avería. Mientras engulle el resto de su comida y se echa al coleto su complejo multivitamínico hablamos de los preparativos para el desastre.

Me pregunta si he oído hablar del Nido y se sorprende cuando digo que no. Lo han terminado hace poco. Con fogosidad me describe un refugio subterráneo para ricos, con piscinas, gimnasios, pizzerías, almacenes de bombonas de oxígeno comprimido y jardines hidropónicos.

“Tienen resevas de comida congelada para diez años y una piscifactoría subterránea. Actúan como si creyesen que los demás ya estamos muertos. Y está a solo cincuenta kilómetros de aquí”. Suelta una risotada y agrega: “De momento está abierto. Pero cuando lo cierren nadie podrá entrar. Ni nadie podrá salir”.

Hace una pausa. Hago bolitas de miga de pan en el mantel.

Luego seguimos hablando, saltamos de unas cuestiones a otras. Del doble estándar de los alimentos, de la guerra civil, de las vacunas, de las milicias de autodefensa, de la vida comunitaria y del envejecimiento de la población. Todos los temas característicos de los decadentistas. Justo estoy a punto de preguntarle algo cuando Květák admite: “A veces publico ahí algunas cosas”.

Le pregunto por su pseudónimo.

“Mogul”.
La curiosidad deja paso a la envidia. Yo nunca tengo nada que contar, de modo que los demás acaban por aburrirse conmigo. En cambio Květák siempre te sale con cosas que no sabías, es amistoso, vive con su familia, tiene trabajo y es un alcohólico rehabilitado. A pesar de ser paranoico disfruta conociendo gente nueva. Cuando el conflicto soterrado, del que tanto se escucha hablar, finalmente irrumpa a la luz o dé signos más claros de su presencia, seguro que él se enterará antes que otros.

Cuando pedimos la cuenta dejo caer que hace poco estuve aquí con los niños. Un poco más allá hay un parque con columpios. Ahora no tiene más remedio que decírmelo. Se inclina hacia adelante y me explica que van a tener un nuevo miembro en la familia.

Estoy ya un poco borracho. Después de todos los refugios subterráneos y desastres la noticia me parece incongruente. Siento crecer un resquemor malicioso. ¿Para qué tener hijos ahora?
Pero entonces añade: “Una niña”.

Pese a todo me invade una ola de ternura y mi rápido vaivén de sentimientos me hace sentir ruborizado.

Ella es todavía pequeña

aunque no tan pequeña como por ejemplo un gato.

Todavía no se me escapa de los brazos.

Quizá cuando crezca.

 

Ahora ya es mayor

se comporta raro

más raro cada día que pasa.

Aunque tampoco nos vemos mucho.

 

Cuando finalmente se convierte en adulta

se le pone el culo gordo y mira al mundo

con mirada turbia

Fóllame hasta reventarme,

susurra,

mientras mira de frente a la pantalla.

Está maquillada y habla en inglés.

 

Preparo la cena para mis hijos en el apartamento donde viven ahora. Oscurece, así que no se nota tanto que la ventana de la cocina está al nivel de la acera. Los precios del alquiler se han disparado en los últimos años. Mi antigua familia vive ahora en un sótano. Pero las dos habitaciones que componen la casa son aseadas y la calefacción funciona bien. En la nevera hay un imán del elefante Ganesha con la inscripción DESPIERTA TU FUERZA INTERNA. Es triste. Los chicos recibieron de alguien un hámster sirio. El problema es que no quiere beber. Quizá no le gusta estar encerrado.

Preparo unos huevos fritos y hablo con los gemelos. La conversación trata sobre crímenes. Quieren saber cuántos asesinatos se cometen en el país. Se sorprenden cuando les digo que unos cuantos a la semana. “¿Cómo, tan pocos?” Les tengo que prometer que miraremos juntos las noticias de sucesos para averiguar más sobre el asunto.

Después llega su madre y yo me marcho. Cuando estoy ya en la puerta me llama. Está envejeciendo pero conserva la misma expresión desafiante de siempre. En las manos lleva una cosa informe y con pelos: mi chaqueta de cuero negra que ha emergido entre otros bultos durante la mudanza. Que me la lleve o la tirará. Me la llevo. Es una reliquia de mi época de esplendor hace diez años: además de la chaqueta de piel artificial con forro de borrego en las solapas solía llevar pantalones ajustados y botas militares compradas en el mercadillo.

De camino a casa pienso en mis hijos en el sótano y también en el carácter obtuso y confundido de la primera guerra que sostuve con el mundo. Por aquel entonces no hacía otra cosa que pintarme las uñas, pasar las horas sentado en bares de mala muerte y pavonearme frente a los otros de camino al meadero. Y sin embargo me parecía estar viviendo en un sueño. ¿Eran todo eso maniobras de entrenamiento confinadas en un espacio reducido?

Me veo pasando la tarde sobre el mantel carmesí de la cervercería Gambrinus y viendo la repetición del programa musical DO-RE-MI en compañía de un ficus marchito y dos parados. Un pequeño televisor cuelga justo debajo del techo. En torno de mí se extiende una ausencia de tiempo acogedora. Tenía veintisiete años. Tengo los ojos pintados con sombras oscuras. Un tintineo alentador suena desde la máquina tragaperras “I feel good!” Empieza la crisis económica.

Me labré mi imagen en el último piso de un edificio de apartamentos, en una habitación que da al patio interior. Originalmente la habitación estaba conectada con el pasillo. En lugar de pared por uno de los lados cuelga una cortina doble, de modo que al entrar parece como si se subiese a un escenario.

Tengo mucho tiempo. Sigo recibiendo la beca. A veces me quedo ensimismado en el baño mirando girar la ropa sucia en el tambor de la lavadora o me examino ante el espejo grande del recibidor. Uso laca para el pelo y sufro problemas de piel. Por la noche sueño que me falta la parte de atrás de la cabeza y no consigo despertarme. El pasado se derrama por debajo de mí como un montón de grava.

Mi vida de aquel entonces formaba un conjunto demasiado vago como para sostener una relación amorosa. Constantemente tenía diarrea. La comida barata del Žabka me atravesaba como un sumidero. Y pese a todo fue agradable —y sorprendentemente posible— al menos durante un tiempo salir de la historia que me contaba.

Conocí a mi futura esposa en el apartamento en el que alquilaba una habitación. Un día me levanté y ella estaba sentada en la cocina vacía. Había venido por otra persona.

Afuera las ráfagas de viento agitaban las ramas de los árboles y hacían que en las paredes oscilasen las tonalidades de verde. Me quedé ahí con mi chaqueta de cuero, con la piel descascarillada en torno a los ojos, sintiendo una gran necesidad de cercanía. Un año después nacieron los gemelos. No quería que se marchase. Y se quedó.

 

 

Traducción de Cristian Cámara Outes