Historia de la luz es una extensa novela autobiográfica, o Bildungsroman. Sigue las fascinantes vicisitudes del primer fotógrafo checo que alcanzó renombre mundial. František Drtikol se hizo famoso gracias a sus retratos y desnudos, que hoy en las subastas llegan a venderse por cientos de miles de dólares. En la segunda mitad de su vida, sin embargo, abandonó la fotografía y se volvió a la mística; en Chequia también es conocido como maestro espiritual y uno de los primeros budistas. Su vida es la arrebatadora historia de la luz: la exterior, que daba lugar a la fotografía, y la interior, que debía llevar a Drtikol hasta el nirvana.

Concebida de una forma inhabitual en la actual prosa checa, la novela presenta un extenso fresco que cubre más de medio siglo. Comienza con la catástrofe minera de 1892, hasta el momento la mayor del mundo, de la que Drtikol, entonces un niño de nueve años, fue testigo directo. Sigue los pasos de Drtikol como muchacho y más adelante como joven que, de una pequeña ciudad checa, se fue a estudiar a una prestigiosa escuela de fotografía en la modernista y cosmopolita Múnich. Es el cambio de siglo, la fotografía está dominada por el pictorialismo y los grabados de alta calidad; pasan por Múnich T. Mann o R. M. Rilke, en el bohemio barrio de Schwabing tienen sus círculos S. George o la condesa Fanny zu Reventlow… Tras los estudios, Drtikol vuelve a su país y abre el célebre taller de Praga, que se convierte en un transitado cruce de todos los que en esa época significan algo. Drtikol retrata al primer presidente de Checoslovaquia, T. G. Masaryk, a los compositores Leoš Janáček o Bohuslav Martinů, pero tambien a visitas extranjeras: F. T. Marinetti, P. Valéry, R. Steiner o R. Thákur.

En este deslumbrante decorado del gran mundo, Němec no obstante sigue con prioridad la historia personal del fotógrafo. Revela a Drtikol como una figura profundamente contradictoria: dandy de una pequeña ciudad minera, soldado que durante la Primera Guerra Mundial nunca llegó al frente, fotógrafo mundialmente conocido que quebró en dos ocasiones, gran maestro del desnudo que nunca tuvo suerte con las mujeres, místico y budista que después de la Segunda Guerra Mundial se volvió comunista… Drtikol se fotografió a sí mismo en posición de crucificado, con lo que indignó a la Iglesia, y vivía la sexualidad de una forma tan complicada que incluso creó un ciclo de mujeres crucificadas. Junto al relato del artista reconocido y fundador de la fotografía artística checa, se desarrolla también el drama íntimo de la persona que durante toda su vida buscó dolorosamente lo absoluto. En el arte, en el amor que siempre vivió con pasión, aunque siempre como un amor insatisfecho y al fin como una experiencia interior directa, tras volverse completamente hacia la mística.

Historia de la luz es una novela compleja, también exclusiva desde el aspecto formal. Němec explica la historia de la vida de Drtikol en una inusual segunda persona del singular. De esta forma, la obra se convierte en un diálogo latente entre el autor y el protagonista principal al que el lector se ve arrastrado para finalmente hallar que el invocado no es el autor sino aquello que Drtikol buscó durante toda su vida… Es una conversación novelizada a través del siglo XX, con sus dos guerras mundiales, las vanguardias artísticas, los experimentos políticos y la búsqueda de la verdad última.

Me llamo Drtikol. Drtikol: el “triturador de las ruedas” que me ahogaban. Soy fotógrafo. Fotografié la luz. Escribo al alma de la gente con la luz del conocimiento.

František Drtikol

 

 

Durante la quinta clase, el director abre la puerta del aula. Hace un gesto con la cabeza, tose, el maestro se aproxima a él de un salto, le atiende con cara seria y luego os enviará a casa, no tendréis ni que acabar el trabajo escrito. En la plaza, las niñas de la escuela municipal femenina juegan a rayuela, los feriantes recogen sus puestos y se marchan con los carros. Estás contento de ir a casa antes de lo habitual, comprar algo, aunque las cuatro perras en el bolsillo no van a darte para mucho, además estás intentando ahorrar. Evitas todos los anzuelos y te arrastras por la calle Praga hacia casa. Pero en lugar de subir directamente, te detienes aún en el colmado de tu padre. Tiene un gran escaparate de vidrio al que a tu padre le encanta dedicarse, delante de la puerta se apilan cestas de mimbre, hay otros productos colgados de ganchos. Tu padre en este momento está leyendo la revista Horymír, es decir, podría parecer que está leyendo, en realidad lleva ya varias horas haciendo cuentas de cómo es posible que la tienda presente cada vez menos beneficios a pesar del aumento de la cifra de negocio, y en las páginas del semanario ameno e instructivo de Příbram, con letra menuda, hace anotaciones y cálculos. Sus ojos chispeantes centellean hacia ti, echa la mano bajo el mostrador y dice: ¿Qué mano quieres?

Señalas una, él mueve las manos discretamente para no agobiarte innecesariamente y aparece delante de ti un nuevo lápiz. Es largo y blanco y en un extremo lleva una goma. Nunca habías visto un lápiz con goma, aunque últimamente eres todo un entendido en lápices. En el barniz blanco se lee, con pulcras letras negras, la misteriosa palabra koh-i-noor. Corres a la trastienda, allí sueltas la cartera del colegio y de una pequeña bolsa de tela extraes un sacapuntas metálico. Unos momentos después, empieza a salir de él un encaje de madera; como siempre, deseas poder sacar punta de una sola vez, igual que cuando tu madre pela patatas, pero raramente lo consigues, también ahora una peladura con el canto blanco a la mitad se rompe y cae al suelo. Acercas la mesa a la pequeña ventana cubierta de polvo para poder dibujar con mejor luz. Complacido, das vueltas al lápiz con los dedos y miras la punta, es la única que no gira, pasas rápidamente la lengua alrededor de un diente flojo y por unos momentos piensas en cómo es posible que el extremo no se mueva, titubeas si contárselo a tu padre, que sabe las respuestas a este tipo de preguntas y además le gusta que preguntes. Pero antes de que puedas decidirte, das con otro problema mucho más serio: En la mina del lápiz, ¿ya está todo lo que dibujará? ¿Bastará únicamente soltarlo en el papel en el momento adecuado? Estás absorto en tus propios pensamientos, así que el sentido de la frase que oyes desde la tienda te llega con retraso: hay un incendio en el pozo de María.

¿Un incendio? ¿Qué quiere decir?

Necesitamos enseguida algodón, vendas, yodo, vinagre y, si tiene, también esponjas.

Espere, dice mi padre, pero espere. Por favor, ¿desde cuándo arden las piedras?

Es el encofrado, caballero. Allí todo es de madera. El ademado, las escalerillas, el fárkumst[1], el material almacenado. ¿Para qué si no hay carpinteros trabajando en en la mina? Para ser sincero, están con el fuego hasta el… ya sabe hasta dónde.

Hasta el culo, completas para tus adentros, solo por la satisfacción infantil por la palabrota; te gustan las palabrotas, están prohibidas, a veces te las dices en secreto una tras otra y esperas a ver si pasa algo. Pero ahora no hay tiempo para ello. Das varios pasos en dirección a la puerta, para comprobar quién ha entrado tan de golpe en la tienda. Por el resquicio ves a un hombre con el uniforme de los bomberos voluntarios secándose el sudor de la frente. Tu padre ya corre por la tienda, apilando los productos en el mostrador y preguntando: ¿Es muy grave?

Está todo el turno de tarde, dice sin aliento el bombero y se desabrocha un botón de la camisa. Más de ochocientos mineros.

¡¿Ochocientos?!

El bombero se enrolla en un dedo, impaciente, los pelos que le brillan en el escote abierto, con la otra mano se apoya en el mostrador:

Algunos están a un kilómetro de profundidad con un señor incendio sobre la cabeza…

Se han acabado las vendas, dice mi padre en tono de disculpa. ¿No tienen cómo salir?

Hay un caos de cuidado, arden varios pisos. Además en María han prendido la cuerda y la biela del fárkumst.

Mi padre coloca en el mostrador un paquete con grandes esponjas y dice:

Por Dios.

Falta el vinagre. Sin esponjas empapadas de vinagre no se puede bajar.

Espías la conversación tras la puerta entreabierta y te invade la excitación. Ves la torre de extracción de la que sale humo a bocanadas. Es fácil de dibujar, más o menos responde al movimiento de la mano, furiosa sobre el papel, y tienes unas ganas desenfrenadas de cubrir el bloc con enormes nubarrones de humo, emborronarlo todo ferozmente y al final difuminar la mina blanda con los dedos. ¡Fuego, fuego, fuego!

No se moleste, mejor hoy no cierre, no creo que nos vayamos muy pronto a la cama. Después, el bombero se gira en la puerta: Pero si le sobraran un par de botellas de ron para el equipo de rescate, envíenoslas.

Pero tú ya estás al lado de tu padre. Realmente están con el fuego hasta el…

El bombero solo asiente, espera a salir a la calle para desahogarse con deleite.

¿Puedo llevárselo, padre?

¿Tú?

Las botellas de ron, digo.

Mejor enviamos a Máňa, ¿no crees?

Pero resulta que no hay nadie en casa, así que en cinco minutos ya vuelves corriendo por la calle Praga. Te tambaleas por el pavimento de la plaza Mayor, donde las niñas siguen jugando, inclinado hacia un lado como una barca sobrecargada, porque las seis botellas de ron envueltas en páginas de Horymír, no vaya a ser que se rompan, son demasiado pesadas para ti. Con las prisas, a tu padre no se le ha ocurrido darte dos bolsas para repartir el peso.

Cruzas la plaza de Carlos, la calle Prokop y luego ya por la carretera que pasa por el campo te diriges directamente hacia la vecina Březové Hory. Parece que la noticia sobre el incendio se ha extendido igual de rápido que el fuego mismo. Por el camino avanza una multitud. Los mineros del turno de mañana vuelven para comprobar qué pasa con sus amigos, les acompañan las mujeres despeinadas y mugrientas por el hollín de sus cocinas de humo, tiran de sus hijos, que no les siguen el paso. Cuando a medio camino te detienes para aliviar tu hombro dolorido y cambiar la bolsa de lado, una riada de gente te sobrepasa como el agua por encima de una piedra en el lecho de un río. Más que bajo sus pies, todos miran hacia el horizonte, porque en el firmamento se yergue una señal: al lado del lento humo, que cada día sale de la chimenea del horno, el tejado agujereado de la torre de extracción escupe un cono diferente, mucho más grueso y denso. Gargajos de humo negro, que se extienden por el cielo azul como una pátina gris. Exactamente así lo pintarías, pero no piensas en ello ya. Te unes a dos compañeros de clase, tienen las manos libres, así que en cada una colocas una botella. Uno de ellos es hijo de un minero, no deja de farfullar que en la mina el agua es un problema, se puede salir de la roca, inundar el camino, su padre por lo visto tenía un tío al que el agua se lo llevó como si nada. Y el agua apagará el fuego, repite varias veces, bastan un par de vagonetas, verdad, pero entonces de repente se le salta el cambiavía en la cabeza y dice: ¿Y sabéis nadar, vosotros? Tienes que tener la nariz bien fuera del agua, porque si no se os mete dentro…

Cuando os acercáis al distrito minero, el cauce del camino ya no es suficiente para el gentío, la muchedumbre avanza por el campo como en formación dispersa, pisando los brotes de cereal. La ola os lleva hasta el patio polvoriento de la mina de Ana. Todos corren de aquí para allá, alterados y asustados porque no saben exactamente qué está ocurriendo allá abajo; las nubes negras y el aire que apesta a quemado no auguran nada bueno. Los representantes de la mina, los bomberos, los médicos y los enfermeros dan señales confusas. Los diferentes pozos expulsan mineros que bajaron en un lugar completamente diferente, como si el aparato digestivo de las mayores minas de plata de la monarquía se hubiera vuelto loco. Los intestinos de la tierra se agitan con espasmos y desde las profundidades se oyen las campanas de socorro. Empieza a estar claro que las minas se han convertido en un gigantesco horno y que el pozo principal ahora es una chimenea.

Bajo la superficie llegan hasta aquí más de cuatrocientos kilómetros de pasillos, galerías y cruceros interconectados, es toda una ciudad subterránea, un laberinto infernal en el que se perdería el mismísimo diablo, una enorme torre de Babilonia construida hacia abajo.

Por el patio pasan los gendarmes a caballo, pero el humo denso y la multitud aterrorizada asustan a los animales. Un borracho va entre la gente tocando el acordeón, como si todo esto no fuera más que un buen número de cabaret, mientras nadie se lo arranque del pecho.

Solo en el pozo de Ana todavía no se ha extendido el humo. El fárkumst y las jaulas de extracción funcionan sin parar y escupen ahora a mineros medio envenenados como huesos de cereza rechupeteados a conciencia. Delante mismo de la multitud reunida se contorsionan a causa de los espasmos, vomitan en vacío, se asfixian: tienen hollín en los labios, las mucosas hinchadas y los pulmones les burbujean horriblemente. Aunque han huido del fuego directo, han arrastrado hasta la superficie un cuerpo envenenado, deliran, la cabeza les da vueltas, a medida que la sangre llena de óxido de carbono se esfuerza inútilmente en absorber oxígeno. Algunos se lamentan en voz alta, otros abren desmesuradamente los ojos en estado de choque, otros llevan rato inconscientes. Las mujeres a su alrededor juntan las manos, rezan, las palabras salen de sus labios como silbidos y susurros, como si ellas mismas reptaran a través de llamas calientes. Los médicos de la mina han hecho traer de las casas cercanas camas en las que ahora colocan directamente a cielo abierto a los quemados y aturdidos, apresuradamente les ponen en la cabeza y en el pecho emplastes húmedos y para animarles les dan algo de coñac. Los que han perdido el conocimiento en las entrañas de la tierra reciben respiración artificial y éter para oler. Las mucosas rojas y la respiración corta muestra en todos los casos algo inequívoco: intoxicación aguda por óxido de carbono.

Exacto, así, aplaude el hijo del minero cuando se extiende la noticia sobre la extinción. Soltad al gato que él sacará al ratón, se inclina hacia ti y te pide otro trago de ron. Tres vagones de agua y adiós fuego, lo digo todo el rato.

Sin embargo, cada vez hay más humo. El incendio es irregular, en lugar de que toda la madera se queme rápidamente, ahora el fuego en las oscuras grutas se mezcla furiosamente con el agua y genera una nube de vapores venenosos; más tarde alguien lo calcula: por cada litro de agua, mil litros de vapor. El humo dificulta las tareas de rescate, se hacen pruebas con antorchas encendidas, pero la llama solo está encendida hasta el octavo piso, luego los gases venenosos y la falta de oxígeno asfixian la luz. Y donde el humo asfixia la luz de la llama, asfixia también a las personas. Desde las profundidades siguen sonando las campanas de señalización, la gente en la superficie cuenta al unísono de qué piso se trata. Cuentas con ellos, a veces hasta treinta. Pero en ocasiones sucede que alguien pierde la cuenta, bien sea un desesperado medio envenenado que allá abajo con sus últimas fuerzas llama a rescate y los números le bailan delante de los ojos, que le hacen chiribitas, o bien también el personal del fárkumst, exhausto, sobre el que en medio de todo este caos yace toda la responsabilidad.

También tomas un poco de ron, pero luego le das la botella al primer samaritano con quien te encuentras: Mi señor padre František Drtikol, dueño del colmado de la plaza Venceslao de Příbram, envía a los rescatadores este ron, dejas caer.

Grazie, ragazzo, el alcohol tiene efectos milagrosos, suelta el samaritano y vuelve la botella del revés. Quizá para demostrarlo, regado de agua de vida se lanza enseguida hacia el siguiente minero sacado. Ha llegado abatido en un carro de la mina, porque debajo de él las piernas se le doblaban como cañas. Se le va la cabeza, el patio se le balancea de lado a lado a causa del vértigo. Ves que tiene la cara quemada, un ojo rojo y el otro pegado, los labios y las orejas azules. Espasmódicamente se aprieta las manos al cuerpo y el samaritano se las ve y se las desea para meter los dedos entre la mano y el tronco y así llegar a la muñeca.

Pulso débil e irregular, anuncia, debemos darle algo enseguida.

Lo interpretas como una orden y te acercas. El minero no solo aprieta la mano contra el pecho, también cierra convulsamente la mandíbula. Lleva la ropa de trabajo desgarrada por el hombro y por el agujero se trasluce la herida, de la que mana sangre carmesí. Alguien misteriosamente le ha atado el peto de cuero alrededor del cuello y lo ha metido bajo el uniforme como un babero. El samaritano retira con cuidado el peto del escote, por abajo lo mantiene sujeto al pecho el vello pegajoso a causa de la sangre, debe doler, pero el hombre ya no percibe nada. No queda más que abrir por la fuerza la mandíbula, juzga el enfermero. Le meto entre los dientes una espátula y tú le echas al gaznate un trago de ron. ¿Entiendes? E intenta apuntar a lo más hondo. Hace palanca en la mandíbula y desde la boca abierta, en la que faltan la mayoría de dientes, llega un hedor putrefacto; el pobre también tiene la lengua negra, como si se le hubiera podrido en la boca. Primero le echas ron por la barbilla y el cuello, pero luego ya apuntas directamente al agujero oscuro en medio de la cara apenas humana. El hombre es presa de un poderoso espasmo y te vomita en los pies. Le trasladan a una de las camas sacadas y desde lejos observas cómo siguen atendiéndole. Le vuelven a medir el pulso, le secan la cara con una esponja, el médico se inclina sobre la herida y hace lo posible por detener la sangre. Por un momento, el hombre pega un respingo, baja y vuelve a enderezarse, el médico le aprieta contra el lecho y luego le da unas palmadas como cuando se amansa a un caballo. A su lado hay un hombre que ya ha recibido cuidados, tiene toda la cabeza vendada, parece una momia. No puedes evitar mirarle. Pero vas sin cuidado y cuando vuestros ojos se topan, el hombre te hace un gesto. Te acercas hacia él, dice algo con voz ronca, luego te agarra del brazo y tira de ti sin tacto. Debes encontrar a su mujer. La reconocerás… respira con dificultad, está embarazada… la panza… un bombo, se fuerza a una sonrisa torcida. Zázvůrková, suspira.

No tienes ni idea de cómo podrías encontrar a alguien aquí, entre todo este jaleo, y ni siquiera lo intentas. Te quedas en medio del bullicio como alelado, nunca habías visto nada igual. Como mucho has visto parir a una cabra o matar a las gallinas, un gato cazando un pájaro y haciéndolo pedazos, o el pulgar deforme del padre de Hynek. Miras aturdido a tu alrededor. Más tarde lo recordarás insistentemente, de todas formas todo vuelve a ti por la noche, en la cama, cuando tu mente revolotea por encima de ti, atada a una fina cuerda, como una cometa al viento; e igual que a la cometa, puedes enviarle notas con preguntas cuyas respuestas no sabe ni siquiera tu padre.

Entonces la ves. Parece mayor de lo que esperarías que fuera la mujer de ese hombre, pero quizá los años se los añadan su expresión dura y la postura encorvada. En todo caso, empuja ante ella una gran barriga, parece como si fuera a nacer de un momento a otro: arrastra la falda por el suelo, mientras que por delante se le ven los tobillos y los pies descalzos y sucios. No tiene pechos y en general parece más bien reseca, como si ya hubiera vertido toda su humedad en el vientre y se hubiera convertido en un envoltorio que se va consumiendo, una membrana, un panal. Nunca habías visto unos ojos tan abiertos.

Tardas unos momentos en captar su atención. Claramente, está buscando a su marido, pues mira a todos lados. ¿Señora Zázvůrková?

Deberías tirarle de su casaca negra, pero no quieres tocarla.

¿Zázvůrková, has dicho?, por fin se fija en ti. ¿Alguien me está buscando, chico?

Su marido.

Ay, mi marido… se pone las manos en la barriga y por un instante cierra los ojos.

Señalas hacia el hospital de sangre.

Tienes razón, voy a mirar allí enseguida. Se acurruca aún más, parece como si tuviera forma de ese, compuesta de dos arcos, por delante una enorme barriga, por detrás una gran joroba. De lejos ves cómo se aproxima al lecho de su marido, que mientras tanto se ha quedado dormido a causa del agotamiento, y le coge una mano. Le besa en la frente, le coge la otra mano y la pone sobre la barriga, le susurra algo.

Zázvůrka, le susurra. Ya estoy aquí, tu mujer…

Durante la tarde, del bombo de la tierra son extraídos más muertos. La gente se apiña a su alrededor como limaduras alrededor de una barra magnetizada. No hay nada tan atractivo como la muerte, realmente el mysterium tremendum et fascinans, tampoco tú te quieres perder el espectáculo. Te apiñas entre los adultos hacia el frente, también quieres ver finalmente a alguien muerto, porque para ello no basta ni siquiera la fantasía infantil más desbordante.

Y tienes oportunidad: El primer muerto es el vagonetero Václav Sladký del municipio cercano de Kamenná. Lo han traído desde el octavo piso, el octavo círculo infernal de la mina Vojtěch, tiene veintinueve años; le identifica su mujer, que inmediatamente se habría lanzado a las bocaminas del pozo de Vojtěch si los miembros de los equipos de salvamento, en presencia de ánimo, no se lo hubieran impedido. El segundo muerto es el cantero de treinta y siete años Václav Krotký, como si con esta singular sinfonía de nombres, Sladký y Krotký[2], quisiera alguien señalar que los primeros son los inocentes. El tercer muerto sacado es el capataz Antonín Pešek, que el día antes había celebrado su cincuenta cumpleaños, y sin embargo rechazó cambiar el turno de mañana por el de la tarde; la muerte le encontró en el piso veintisiete de la mina Ana, a unos ochocientos treinta metros bajo la tierra y trescientos metros bajo el nivel del mar. Antonín Pešek falleció mientras recuperaban el cuarto y el quinto muerto, los canteros Jan Renner y Jakub Kalík. El padre de tres niños Augustin Míka, de treinta y ocho años, es el sexto muerto; vivía justo en Březové Hory, así que alrededor de su cuerpo inerte se agolpa una doble cantidad de dolientes, que al principio se niegan a entregar su cuerpo al depósito, apresuradamente levantado en el edificio de las compuertas de la mina Vojtěch. El séptimo muerto es el vagonetero de veintiséis años Jan Vítek, la única víctima del municipio de Malá Pečice. Y, finalmente, el último muerto del primer día es el joven fresador sin hijos František Havelka; solo con grandes apuros es su padre, lloroso, quien confirma su identidad.

 

Fragmento de la novela traducido por Kepa Uharte



[1] Del alemán Fahrkunst, se trata de un mecanismo compuesto por dos mástiles con plataformas que, en movimiento, permitía subir y bajar a los mineros, como un primitivo ascensor. (N. del T.)

[2] Sladký significa “dulce”, krotký “manso”. (N. del T.)