Amálie y su parálisis / My laziness is my fortune

 

Fever Ray: When I Grow Up

 

 

Amálie lleva tres días tumbada en la cama, en el piso del barrio de Letná, y no le apetece moverse. El viernes por la tarde se acostó al volver del trabajo y el sábado por la mañana ya no encontró ninguna razón por la que levantarse. Mientras pudo se fue entregando al sueño pero a partir de las once resultó imposible dormirse otra vez, de modo que permaneció tumbada contemplando el techo.

El techo era blanco y no le pasaba nada.

 

La había vencido una vagancia absoluta, un letargo nunca visto, como si su vitalidad se hubiera puesto en pie, hubiera cogido la mochila y se hubiera largado a un lugar exótico dejándola allí sola a propósito y de mala fe.

 

Tumbada en la cama sin moverse miró, por cambiar, un cuadro que había pintado su abuelo tiempo atrás: un bodegón con una calavera, una garrafa de vino, un vaso y unas cartas. Y mientras lo hacía no podía dejar de pensar en el cuerpo inmóvil de su padre.

 

 

La nariz de su padre / Will you stroke my skull?

 

Erik Satie: Gnossienne No. 1, Arvo Pärt: Für Alina

 

 

Cuando aquel día (hacía dos años) la llamó su madre y le dijo que al parecer había muerto papá, y lloraba, Amálie también rompió a llorar. Había muerto al parecer. (Todavía cabía esperar que se hubieran equivocado al evaluar los signos vitales).

Las noticias de este tipo llegan fundamentalmente por teléfono: a su madre también la había llamado una pariente de la tercera mujer de su padre. Amálie esperó hasta la noche que su madre volviera a llamarla y le dijera que ese al parecer era en realidad una equivocación, una falsa alarma, solo estaba en el hospital y empezaba a recobrarse.

Pero el teléfono calló.

 

Creemos firmemente que esto a nosotros no nos pasará, los padres no se morirán nunca, los nuestros no.

Cuando alguna vez un conocido hablaba de la muerte de sus padres, Amálie pensaba: ya es mala suerte, suena tan anticuado, caduco.

Imaginarse los padres muriendo es igual de difícil que imaginárselos copulando (más todavía con el otro progenitor).

 

Y luego pasa.

Un domingo como cualquier otro, un domingo de marzo, tres días después de cumplir sesenta y tres años, papá recoge su maletín, herramientas y utensilios y se va a casa de la «abuela» (de su tercera familia) a pintar una habitación para que se puedan instalar el hijastro y la novia.

Al menos eso cuenta después la tal abuela que es quien llama a la ambulancia. Papá se toma un café con un trozo de tarta que ha preparado la buena mujer y de repente se siente mal. Tiene que sentarse en el sillón. Túmbate, dice la abuela.

Papá prueba de tumbarse pero la cosa no mejora, vuelve a sentarse. Y entonces empieza a retorcerse en el sillón. Se retuerce, se retuerce y la abuela llama a urgencias. Papá quiere decir algo pero no vocaliza. La aorta ya ha reventado. Llega un sobrino e intenta hacerle un masaje cardíaco. Llega la ambulancia e intentan lo mismo, le ponen una máscara de oxígeno; llega su tercera mujer pero ya es muy tarde, al cabo de media hora todo ha terminado.

Eso dicen. Amálie no puede imaginarse el colapso de su padre, quien por su cumpleaños la llamaba y aunque fuera por la tarde le preguntaba siempre a modo de broma que nunca se gasta: «Hola, ¿no duermes? ¿No te despierto?». (Sabía que A. rara vez se levanta antes de las nueve.)

Y entonces llega, sin preparativos, sin una despedida, sin tiempo siquiera a disponer nada, yace muerto en la alfombra en medio de los planes de otras vidas. Amálie intenta imaginarse su agonía pero no puede.

De la muerte solo sabemos de oídas porque nunca estamos presentes. Los cadáveres los recogen y se los llevan enseguida, no sabemos adónde, ni sabemos tampoco la cara que ponían en el momento de morir. Solo sabemos que no nos llamarán más.

 

¿Por qué reventó el corazón de papá? ¿Qué tenía en ese momento en el corazón? Se dice que a los hombres les revienta porque a lo largo de la vida han tenido que reprimir muchas emociones. No deben llorar en público, las mujeres viven su vida emocional por ellos.

 

Recordó una foto. Sus padres, jóvenes y esbeltos, en un bote metálico; el padre sujeta los remos, delante de la madre se sienta su hermano mayor, que por aquel entonces tendría unos dos años (ella no sale, es una foto de un mundo en el que de momento ella no está), y señala con la manita a lo lejos, todos miran en esa dirección, la madre sonríe y todavía es bella. Los padres son jóvenes, llenos de esperanza diríase si hoy no supiéramos que, como todo lo que un día empieza, su matrimonio tendió al fin desde el principio. Y así fue por mucho que ese fin se prolongara quince años y entretanto todavía alcanzara a nacer Amálie.

 

Era domingo, Amálie yacía en la cama sin moverse, contemplaba el techo blanco y no paraba de pensar en la alegría de su padre cuando haría unos diez años le había enseñado la bañera nueva en su último, tercer hogar. Una gran bañera de hidromasaje con inyectores.

También pensó en lo contento que se puso cuando hacía un par de años encontró un trabajo de inspector de escuelas.

Pensó en su cuerpo inmóvil tendido sobre la alfombra y lo puso en relación a la nueva bañera con inyectores y a su nuevo papel de inspector de seguridad escolar.

 

Luego pensó en las fotografías que el hombre había hecho en la iglesia durante el bautizo de su sobrina-nieta. De puntillas, estiraba el brazo con el que sujetaba la cámara digital para fotografiar la ceremonia por encima las cabezas de los demás. Teniendo en cuenta el tiempo de vida que entonces le quedaba, ¿de qué habían de serle aquellas fotos? Y ¿por qué, si a ella la había abandonado de pequeña sin demasiados problemas, fotografiaba entonces a una criatura relativamente ajena? Su marcha había grabado en el alma de Amálie que, a los hombres, los hijos los traen sin cuidado. Que para ellos son una razón para abandonar la familia.

 

Pensó también en su nariz, ¿qué sería de ella? Reflexionó sobre las narices, esas prominencias cartilaginosas tan sobresalientes en los espacios europeo y americano (en Asia sobresalen algo menos), cavidades vivientes de todo lo vivo por las que hasta el último momento corre el aire hacia las entrañas pero de las que solo quedará un agujero horrible cuando más tarde entierren el cráneo.

 

Mientras yacía el sábado por la tarde en la cama y observaba el techo inmóvil de su piso, pensaba en la nariz de su padre en relación al agujero del cráneo en que se convertiría de no ser incinerado.

 

Llamaron a la puerta pero Amálie no abrió. Que esperen, pensó.

 

Últimamente, mirara donde mirara, solo veía historias desembocando en el ocaso.

El miércoles había ido a la inauguración de la exposición de un conocido y, mientras los demás admiraban las obras, ella ya se imaginaba al artista caído en el olvido y expulsado de la historia por otros.

Veía una criatura encantadora y enseguida se imaginaba a cámara rápida su crecimiento, adolescencia, su nueva familia, un potencial ascenso laboral y también su vejez, jubilación y muerte.

Observaba diferentes manifestaciones del empeño humano y a menudo quedaba atónita, no podía entender qué impulsaba a los seres a llenar su tiempo limitado con toda aquella actividad compulsiva.

 

Observaba cómo cada cierto tiempo el polvo volvía a acumularse en los mismos rincones del piso. Lo quitaba con la mano y lo enjuagaba en el fregadero. Ignoraba por qué su polvo tenía un tono rosado.

Se lavaba el pelo bajo la ducha una y otra vez pero el cabello se resistía a permanecer limpio para siempre.

Pensó en Sylvia Plath, quien por la misma razón dejó un día de lavárselo y bajó al sótano de su casa, se metió en un saco de plástico y se tragó un montón de pastillas. Cuando en el hospital le preguntaron por qué lo había hecho y por qué había dejado de lavarse el pelo, respondió: querría hacer las cosas una sola vez y ¡olvidarme de todo para siempre!

Era justo lo que deseaba Amálie.

Si bien no tenía ninguna intención de comprarse por ello un saco de plástico ni de tumbarse en el sótano.

 

De modo que yacía en la cama.

De pronto era lunes y tenía que ir a trabajar pero no encontraba fuerzas.

 

Sonó el teléfono, llevaba tantas horas sin cogerlo. Primero la había llamado su madre, no lo cogió; después le había escrito Marek, no le respondió; entonces era la jefa. A. lo cogió. ¿Vendrás hoy?, quería saber. No me encuentro bien, dice Amálie. Tengo que ir al médico. Guardar cama. Cuelga y sigue mirando el techo blanco, observando el polvo acumulado en los cientos de recodos ornamentales de los armarios de madera que se elevan sobre la cama.

 

Su padre era el tercero de cuatro hermanos.

Amálie pensó también en el cuerpo inmóvil de su tía, la hermana menor de su padre, que había intentado quitarse la vida tres veces. Cuando por segunda vez la salvaron, se juró que la siguiente sería la definitiva.

Un día de invierno aproximadamente un año antes de que muriera el padre, cuando la tía todavía no había ni cumplido los sesenta, se fue de casa y ya no regresó. Su marido denunció su desaparición y, como se habían peleado, le pidió mediante un programa de televisión que volviera. Después sabrían que se había ido al bosque, se había tragado unas pastillas con alcohol, se había tumbado en la nieve y, esta vez sí, se había dormido exitosamente para siempre. La encontraron unos buscadores de setas en primavera cuando la nieve ya había empezado a recular.

 

 

En el cuerpo de una ballena vetusta / Eternity in mummy’s belly

 

 

Amálie solo se decidió a hacer terapia después de muerto su padre.

Temía que, una vez descritos los acontecimientos que habían moldeado su niñez —es decir la forma en que se habían separado sus padres—, el terapeuta la mandara a ajustar cuentas con él. Y eso era algo que la superaba. Se sabía incapaz de preguntarle nada del pasado.

Su padre desapareció un día de casa cuando ella tenía siete años. Desde entonces no habían intercambiado una sola palabra sobre aquella marcha súbita y sin despedida. Tabú.

 

Volvía a andar en círculos.

Su relación sentimental de entonces acababa de chocar con el mismo muro que todas las anteriores, y eso que al principio parecía que las iba a culminar.

Necesitaba preguntar urgentemente a una terapeuta si de semejante círculo se podía salir.

 

Había intentado empezar tantas veces. Lo que su padre le había negado —admiración, presencia, apoyo— lo cogía de los hombres. Esos le habían mostrado siempre su interés. Incluso en los tiempos en que vestía exclusivamente ropa masculina porque la ornamentación femenina «de objeto» la asqueaba, los hombres acababan apareciendo y eran ellos quienes reclamaban su atención, quienes la seducían, quienes se metían en su cama si era necesario trepando por un andamio hasta la tercera planta, y ella los dejaba hacer. No tenía que esforzarse lo más mínimo, al poco rato ya tenía una lengua entre sus labios y una mano entre sus muslos. Cogía quien se le ofrecía, a puñados, y con la misma facilidad los arriaba después para dar paso al siguiente. Más tarde, solo cuando ya había causado muchos estragos, comprendió que con ellos ejecutaba de forma inconsciente y en múltiples variaciones refinadas el ajuste de cuentas pendiente con su padre.

 

Intentó identificar en la memoria el instante en que su relación con M., Marek, su querido hombre, el primero con el que había aguantado hasta cinco años, empezó a desmoronarse. Y era un instante en el que ella había rebotado y emprendido un camino que, sin que entonces fuera consciente de ello, lo alejaba de él, un instante que de forma definitiva había anestesiado algo vivo dentro de ella. Estaba segura de que habían sido justo una noche y una frase concreta. Se le había clavado dolorosamente, había sentido un dolor realmente físico en el corazón como si se lo punzaran con algo afilado y luego se lo removieran.

Sentados un atardecer de noviembre a la mesa de la cocina, M. le había dicho que preferiría volver a hacer el amor con condón.

(…)

 

 

Un crío de ojos azules

 

 

Amálie está sentada sin moverse en la arena de la playa más bonita que conoce contemplando el horizonte marino.

 

Un día soleado, estando en una playa de arena del mar Báltico, en Letonia, a Amálie se le ocurrió por primera vez a sus treinta y cinco años que tener un hijo —con Marek, el hombre al que tanto quiere— sería bonito.

Para ella era una sensación completamente nueva porque hasta entonces la idea de tener un hijo siempre la había horrorizado. Justo con esa premisa había empezado hacía años la relación con M., ninguno de los dos quería. El nuevo anhelo, sin embargo, era tan débil y traía aparejadas tantas dudas que A. estaba hecha un lío.

Supongo que me gustaría tener un hijo, dijo Amálie después a su primera terapeuta. Marek no quiere hijos pero, salvando este escollo, cada vez que me imagino que lo tengo siento rabia hacia mi madre. ¿Tiene sentido?

 

Cuando le escribió que le gustaría tener un crío de ojos azules con él, Marek guardó silencio una semana a la que siguieron largas conversaciones y razonamientos.

No, él no quería hijos, tendría que renunciar a su carrera artística: mira al pobre Edu, de joven quería pintar y cómo ha acabado, tiene familia, sí, pero no pinta un carajo.

 

Estaban en el piso del barrio de Letná sentados en el sofá azul que había sido de los padres de Amálie y hablaban de todo lo que con una criatura perderían, de aquello a lo que él tendría que renunciar y de las actividades y aficiones que ella tendría que dejarle. ¿Dejarle? ¿Acaso no estaría perdiendo ella también su libertad?

 

Amálie creía que el principal problema a resolver con la terapia se ocultaba en la relación con Marek.

 

Vivía (se encontraban cada dos días en el piso de Amálie) con él, «el hombre de su vida», el que de entre todos los hombres con los que había probado de salir e incluso vivir le era el más afín.

Le gustaba tanto, su humor, sensibilidad y profundidad. El hogar para ella no era tanto el espacio habitado conjuntamente como su corporeidad común. Adoraba el cuerpo de él apretado contra el suyo, su ardor, esa agresividad masculina con la que la seducía como un toro fuerte, henchimiento y gruñido animal, su figura apolínea, hombros anchos, ojos azules, sus grandes manos de escultor y esos bellos dedos con los que la amasaba, su fornido pene, sus venas y su sangre, su vida.

Con él se sentía siempre como en medio de olas salvajes, como a lomos de una manada de sementales, se sentía como en una jungla viviente verde claro, en una niebla jugosa, como en el intenso olor de la hierba cortada, feliz, llena. Y a pesar de que a veces realizaban prácticas sadomasoquistas, en la actitud de él había refinamiento, bajo su dominio nunca se sintió verdaderamente humillada. En el día a día M. era moderado, tranquilo, atento. En su personalidad confluían tantas cualidades que parecían creadas solo para ella. Se habían encontrado y era un milagro. A veces caía presa de la angustia, qué haría si él desapareciera de su vida. Una cosa estaba clara, no encontraría otro hombre igual.

 

Quería tener un hijo con él pero él no quería.

Amálie, pues, creía que el principal problema se ocultaba en la relación con Marek.

Para su sorpresa, en la tercera sesión la terapeuta le anunció: «El vínculo que tiene usted con su madre es más fuerte que el que tiene con su pareja. Aunque sea de carga negativa también es vínculo».

 

Al día siguiente, Amálie se despertó por la mañana con una certeza terrible —a sus treinta y cinco años seguía en el cuerpo de su madre como un viejo embrión velludo.

 

¡Es el piso!, concluyeron en la siguiente sesión después de que A. describiera el comportamiento de su madre en relación a su piso. Por ejemplo, le acababa de contratar un limpiador de ventanas sin consultárselo.

 

 

(…)

 

 

Arian y el mundo japonés / Fuck me, sir

 

 

A medida que se acercaba la fecha, más y más se enturbiaba el plan de viajar con Lucas a los Alpes. Su mujer intuía peligro y le comunicó que quería acompañarlo al concierto de Salzburgo (así lo había presentado él). Lucas no estaba seguro de poderla hacer cambiar de idea.

Al final canceló el viaje.

Por lo visto, su arrebato por Amálie había sido más bien un intento de reanimar la relación con su mujer. Captar de nuevo su atención, mantenerla en alerta.

Amálie, sin embargo, tenía muchas ganas de ir, nunca había estado a tres mil metros de altitud y, como Lucas le había descrito la ruta, reservó hotel a orillas del lago en Zell am See y emprendió otro viaje en solitario, esta vez a la cima del Kitzsteinhorn.

Si bien al final el viaje y la relación terminaron en nada (al menos no se corrompería el karma con un hombre casado), Amálie le agradecía que le hubiera hablado de aquel lugar y le hubiera brindado la posibilidad de apreciar la grandeza de la montaña, el laguito azul en aquella tierra gris-marrón sin verde, los picos de los Alpes, el brillo dorado de los lagos a lo lejos, y de sentir el cortante viento de alta montaña.

 

Aquel mismo mes Amálie conoció a Arian.

 

Arian le gustó a primera vista. No se parecía en nada a Lucas ni a Lasse. Cabello negro ondulado, rostro virilmente esculpido, voz profunda. Casi una caricatura de la masculinidad. En el reducido mundo de la literatura donde todos se conocen y los que han podido ya han tenido lo que tenían que tener con los que han querido, ¿de dónde salía tan encantadora figura? En aquel mundo de hombres sensibles y hasta hipersensibles, resultó que entre los espectadores del café Far away había sentado un hombre ya de primeras masculino. Naturalmente, Amálie le dirigió la mirada. Él se la retuvo y entabló conversación con ella. Tenía un trabajo práctico, bastante aburrido aunque lucrativo. Tuberías. Aerotermia. Instalaciones técnicas de edificios. Durante aquella primera charla a Amálie no le pareció especialmente interesante. Agradable pero demasiado práctico, franco y tal vez hasta simple para su gusto. A ratos mostraba un humor de poca altura. A ella le gustaban los hombres complicados, reflexivos, intelectuales, intrincados, obstinados.

Al cabo de dos meses coincidieron por casualidad en otro acto. Amálie se alegró de que se le acercara a hablar una vez más.

 

¿Cómo le va?, preguntó Arian. No muy bien, contestó, justo se está separando después de cinco años de relación. Pues él después de veinte, dijo, tampoco pasa por su mejor momento. Mira tú, se aguzó ella, he aquí el único hombre a la vez deseable y sin compromiso en muchas millas a la redonda. Sus coetáneos cargan desde hace tiempo con esposas, parejas e hijos en número de dos a cinco.

Sus dos hijos son casi adultos.

Y ¿cómo lo harán ahora con la separación?

O los matan y se los comen… dijo Arian esperando risas.

Eso no tiene ninguna gracia, pensó Amálie mirándolo sin pestañear.

… o se turnan, añadió.

¿No sabrá cocinar?, preguntó sorprendentemente a continuación.

Hace veinte años ante semejante pregunta Amálie habría resoplado con desprecio y huido de un hombre que, por las peligrosas señales que emitía, parecía firmemente convencido de que el lugar de la mujer es la cocina. Sin embargo, no hacía mucho había probado de asar un pato. Lo tuvo en el horno seis horas e invitó a M., tal vez en un intento inconsciente de revertir la separación que ella misma había provocado.

¡Sé hacer pato!, anunció triunfalmente pensando que si quería un hombre que valiera la pena, un hombre que según parecía vivía de forma responsable, activa, que no pasaba apuros ni llevaba una vida pasiva solo en pensamientos como tantos otros literatos, tendría que sacar la mujercita que llevaba dentro.

El pato me queda estupendo, ¡y con los dos tipos de col y los dos tipos de albóndigas!, describió con viveza su arte.

El otro se relamió. Se lo comería.

Su mujer cocina de maravilla pero justo se está mudando, se lamentó.

Y cuando se despedían le dijo que le gustaría visitarla un día.

Demasiado íntimo, pensó Amálie que se resistía a un arranque tan ferviente. Primero tendrían que conocerse poco a poco, charlar, acercarse, ¿no? Quedar en cafés, cines, paseos…

Invitar a un hombre a comer pato, es decir a su piso, dejarle cruzar sus fronteras, eso en esencia equivalía a invitarlo a la cama, ¡si no directamente a entrar en su vida! Si lo acompañara un amigo, con la vida momentáneamente solitaria que llevaba, por qué no, con mucho gusto ofrecería un pedazo de asado a unos agradables transeúntes.

Pero que de momento solo hubieran hablado dos veces y él ya se invitara a comer le chocó.

Al cabo de dos semanas Arian la invitó a tomar un café.

Y ya tenemos al hombre viril de cabello negro y camisa negra esperándola supuestamente solo a ella.

 

Volvía del baño y, cuando lo vio de perfil sentado a su mesita, sintió vértigo, qué belleza, qué silueta —ese hombre tan sexy estaba allí para ella, ¿de verdad podía sentarse frente a él?

Al despedirse, Amálie se dejó besar solo la mejilla pero el cuerpo de él emanaba algo que la envolvió en un baile chispeante, erótico, y volvió a sentir vértigo. Percibió deseo en la mirada de él y en todo su cuerpo y ya en ese momento se habría dejado apresar.

¿Y el pato?, insistió Arian.

El tipo no pensaba dejar escapar el pato. Su insistencia le gustó.

Pues el domingo, contestó.

En la neblina erótica de su despedida pendía un pato relleno de muchas promesas.

Él se ofreció a comprarlo, se lo traería y lo asarían juntos (era evidente que no confiaba en las dotes culinarias de la intelectual por la que la tomaba).

Pero como para poder servir el pato a la una, de almuerzo, había que meterlo en el horno a las siete, ¿qué haría seis horas, por la mañana y todavía dormida, con un hombre desconocido en su cocina?

No, no, lo compraría y lo asaría sola, le aseguró.

 

Las expectativas que Amálie tenía de la visita eran mínimas.

Se comerían el pato y Arian le haría el amor. El nivel de excitación empezaba a ser alarmante.

 

Como gentleman que era, Arian se presentó con una flor. La ayudó a trocear el pato. Abrió una cerveza. ¡El pato estaba exquisito! Después de comer abrió un vino. Era todavía antes de Navidad, oscurecía temprano y Amálie encendió la tercera vela de la corona de adviento. Él, a quien en casa se le habían derrumbado los valores familiares encarnados en una esposa disoluta y derrochadora, se conmovió. A ella la confortó que después del pato no tuviera prisa por irse. Estaban sentados uno frente al otro en la cocina, charlando, bebiendo. Ah… igual al final no pasaba nada… Amálie estiró a placer una pierna por debajo la mesa y la colocó en la silla que quedaba al lado de él. Mientras conversaban, Arian inclinó la cabeza, se fijó en la pierna y le cogió el tobillo. Invisiblemente, por debajo la mesa, le sujetaba la pierna y seguía hablándole como si nada. Después ya no aguantaron más y se cogieron las manos sobre la mesa. ¡Qué guapo eres!, suspiró ella. Yo no, objetó él. Ven aquí, se levantó, la levantó y la arrimó a su cuerpo, se besaron, se abrazaron. Olía a todo. Olía a él, a su cabello, a perfume fino, a fuerza sexual. Tenía un tórax viril, una voz viril, una nariz viril pero la estrechaba con un poco de timidez y demasiada suavidad. La llevó al dormitorio. Amálie se desnudó casi más rápido que él, saltó a la cama y lo arrastró detrás. ¡No corras tanto!, exclamó él saltando también justo antes de penetrarla. Ah.

Volvía a ser feliz, se sentía follada, saciada, estrechada, podía volver a olfatear las axilas y el regazo de un bello macho, acariciar su piel, volvía a escuchar de un hombre atractivo que era atractiva. Qué milagro.

 

Las expectativas que él había tenido de aquella visita de domingo eran igualmente mínimas. Si no pasaba nada, se conformaba incluso solo con el pato.

 

 

Traducción de Montserrat Tutusaus Romeu